lunes, 21 de abril de 2014

Jacques-Louis David: El juramento de los Horacios


Óleo sobre lienzo. 330 por 427 cm. 1784. Museo del Louvre, París.

Narra un acontecimiento legendario de la época de la monarquía romana (s. VII a.C.) relatado por Tito Livio y convertido en una famosa tragedia barroca por Corneille: el combate entre los tres hermanos trillizos Horacios, elegidos para defender a los romanos, y los también trillizos Curiacios, de Alba Longa, ciudad vecina, para ver cuál de ellas dominaría el Lacio. Pero las dos familias están emparentadas: la esposa de un Horacio es hermana de sus rivales, uno de los cuales es el prometido de otra hermana Horacio. En el cuadro presenciamos el juramento que les exige su padre: es preciso dar la vida por la patria. El desenlace de la historia es trágico: tras la muerte de dos Horacios, el tercero mata a los tres Curacios. Y más tarde también a su hermana, que se lamenta de la pérdida de su amado.

Fue pintado por Jacques-Louis David en Roma, en 1784, durante su segunda estancia en la Ciudad Eterna, y a requerimiento del director de las Construcciones de Luis XVI, para las colecciones reales. Fue una de sus obras más célebres, pues alcanzó como cuadro de historia un gran éxito en el Salón de 1785. El significado es ambivalente: si para la monarquía representa la devoción al rey, símbolo de Francia, durante la Revolución se convertirá en una imagen emblemática del espíritu revolucionario, dispuesto a romper con cualquier traba o impedimento. Se trata de una pintura moral, que pretende exaltar los valores cívicos y patrióticos. Los jóvenes Horacios representaban el heroísmo y el sacrificio personal, de su vida, por el bien general, el que en la época del suceso estaba representado por la ciudad de Roma, y en 1791 por la Revolución.

David alcanzó con esta obra la plenitud de su arte, tanto en la composición, muy cuidada y regida por la racionalidad, como en la relación de las severas figuras con el espacio y el marco arquitectónico en el que se desarrolla la escena. Organizó la composición en dos grupos, uno masculino (de trazos rectos) y otro femenino (curvilíneo), en un recinto clasicista, con grandes arcos de medio punto sobre columnas de orden dórico romano. Cada uno de los arcos enmarca y resalta a uno de los grupos: el primero al de los tres jóvenes Horacios, el segundo a su padre, ante el que aquellos realizan el juramento, y bajo el tercero están las desconsoladas mujeres, con los niños, que temen el destino que les pueda deparar el enfrentamiento. Las figuras, perfectamente definidas en sus volúmenes y contornos por un dibujo preciso y apurado, parecen esculturas pintadas. Los tonos y la luz se unen para dar sensación de estatismo y de frialdad. Todas estas características son consustanciales a la pintura neoclásica.


 Padre (estudio)
Hermanos (estudio)
Sabina Curiacio (estudio)
Camilia, novia de un Curiacio (estudio)
Composición ordenada en tercios
Perspectiva
Lo masculino, trazos rectos; lo femenino, trazo curvos
Identidad repetitiva en los tres hermanos
Línea principal con tres centros
El grupo masculino
El grupo femenino
Epílogo, Horacio mata a su hermana, dibujo

El historiador romano del siglo I Tito Livio, en su gran historia de Roma (Ab urbe condita), narra del siguiente modo la leyenda (libro I, § 24-26):

Resultó existir en cada uno de los ejércitos un trío de hermanos, bastante igualados en años y fortaleza. Hay acuerdo general en que fueron llamados Horacios y Curiacios. Pocos incidentes en la antigüedad han sido más ampliamente celebrados, pero a pesar de su celebridad hay una discrepancia en los registros sobre a qué nación pertenecía cada uno. Hay autoridades de ambos lados, pero me parece que la mayoría dan el nombre de Horacios a los romanos, y mis simpatías me llevan a seguirlos. Los reyes les propusieron que cada uno debía luchar en nombre de su país, y que donde cayese la victoria debía quedar la soberanía. No pusieron objeción, de modo que se fijó el momento y el lugar. Pero antes de que se enfrentasen se firmó un tratado entre Romanos y Albanos, determinando que la nación cuyos representantes quedasen victoriosos debían recibir la pacífica sumisión de la otra. (...)
 

Tras la conclusión del tratado, los seis combatientes se armaron. Fueron recibidos con gritos de ánimo de sus compañeros, quienes les recordaron que los dioses de sus padres, su patria, sus padres, cada ciudadano, cada camarada, estaban ahora mirando sus armas y las manos que las empuñaban. Ansiosos por el combate y animados por el griterío en torno a ellos, avanzaron hacia el espacio abierto entre las líneas. Los dos ejércitos estaban situados delante de sus respectivos campamentos, libres de peligro personal pero no de la ansiedad, ya que de la suerte y el coraje del pequeño grupo pendía la cuestión del dominio. Atentos y nerviosos, contemplaban con febril intensidad un espectáculo en modo alguno divertido. La señal fue dada, y con las espadas en alto los seis jóvenes cargaron como en una línea de batalla con el coraje de un poderoso ejército. Ninguno de ellos pensó en su propio peligro, su único pensamiento era para su país, tanto si resultaban vencedores o vencidos, su única preocupación era que estaban decidiendo su suerte futura. Cuando, en el primer encuentro, las espadas alcanzaron los escudos de sus enemigos, un profundo escalofrío recorrió a los espectadores, y luego siguió un silencio absoluto, pues ninguno de ellos parecía estar obteniendo ventaja. Pronto, sin embargo, vieron algo más que los rápidos movimientos de las extremidades y el juego veloz de espadas y escudos: la sangre se hizo visible, fluyendo de las heridas abiertas. Dos de los romanos cayeron uno sobre el otro, dando el último aliento, resultando mientras heridos los tres Albanos. La caída de los romanos fue recibida con un estallido de júbilo del ejército Albano, mientras que las legiones romanas, que habían perdido toda esperanza, pero no la ansiedad, temblaban por su solitario campeón rodeado por los tres Curiacios.
 

Dio la casualidad de que estaba intacto, y aunque no en igualdad con los tres juntos, confiaba en la victoria contra cada uno por separado. Por lo tanto, para poder enfrentarse a cada uno individualmente, echó a correr suponiendo que le seguirían tanto como se lo permitiesen sus heridas. Había corrido a cierta distancia del lugar donde comenzó la lucha, cuando, al mirar atrás, les vio siguiéndole con grandes intervalos entre sí, el primero no lejos de él. Se volvió y lanzó un ataque desesperado contra él, y mientras el ejército Albano gritaba a los otros Curiacios para que fuesen en ayuda de su hermano, el Horacio ya había matado a su enemigo e, invicto, estaba esperando el segundo encuentro. Entonces los romanos aclamaron a su campeón con un grito, como el de hombres en los que la esperanza sigue a la desesperación, y él se apresuró a llevar la lucha a su fin. Antes de que el tercero, que no estaba lejos, pudiera llegar, despachó al segundo Curiacio. Los supervivientes estaban igualados en número, pero lejos de la paridad tanto en confianza como en fortaleza. El uno, ileso después de su doble victoria, estaba ansioso por enfrentar el tercer combate, y el otro, arrastrándose penosamente, agotado por sus heridas y por la carrera, desmoralizado por la anterior masacre de sus hermanos, fue una conquista fácil para su victorioso enemigo. No hubo, en realidad, combate. El romano gritó exultante: Dos he sacrificado para apaciguar las sombras de mis hermanos, al tercero lo ofreceré por el motivo de esta lucha: para que los romanos puedan gobernar a los Albanos. Hendió la espada en el cuello de su oponente, que ya no podía levantar su escudo, y luego le despojó mientras yacía. Horacio fue bienvenido por los romanos con gritos de triunfo, aún más felices por los temores que habían sentido. Ambas partes se centraron en enterrar a sus campeones muertos, pero con sentimientos muy diferentes; los unos con la alegría por su ampliado dominio, los otros privados de su libertad y bajo el dominio extranjero. Las tumbas están en los sitios donde cayeron cada uno; las de los romanos, muy juntas, en la dirección de Alba; las tres tumbas de los Albanos, a intervalos en dirección a Roma. (...)
 

Ambos ejércitos se retiraron a sus hogares. Horacio marchaba a la cabeza del ejército romano, llevando ante él su triple botín. Su hermana, que había sido prometida a uno de los Curiacios, se reunió con él fuera de la puerta Capene. Reconoció, en los hombros de su hermano, el manto de su prometido, que había hecho con sus propias manos y rompiendo en llanto se arrancó el pelo y llamó a su amante muerto por su nombre. El soldado triunfante se enfureció tanto por el estallido de dolor de su hermana, en medio de su propio triunfo y del regocijo del público, que sacó su espada y apuñaló a la chica. ¡Ve!, exclamó en tono de reproche amargo, ¡ve con tu novio con tu amor a destiempo, olvidando a tus hermanos muertos, al que aún vive, y a tu patria! ¡Así perezca cada mujer romana que llore por un enemigo! El hecho horrorizó a patricios y plebeyos por igual, pero sus recientes servicios fueron una compensación a los mismos.

Fue llevado ante el rey para enjuiciarle. Para evitar la responsabilidad de aprobar una dura condena, que sería repugnante para la población, y luego llevarlo a la ejecución, el rey convocó a una asamblea del pueblo y dijo: Nombrad a dos duumviros para juzgar la traición de Horacio conforme a la ley. (...) Los duumviros, nombrados de conformidad con esta ley, no creían que sus disposiciones tuvieran el poder de absolver incluso a una persona inocente. En consecuencia se le condenó, y luego uno de ellos dijo: Publio Horacio, te declaro culpable de traición. Lictor, ata sus manos. El lictor se había acercado y sujetando la cuerda, cuando Horacio, a propuesta de Tulio, que tenía una interpretación misericordiosa de la ley, dijo: Apelo. El recurso se interpuso ante el pueblo.

Su decisión fue influenciada principalmente por Publio Horacio, el padre, quien declaró que su hija había sido justamente muerta; de no haber sido así, hubiera ejercido su autoridad como padre en castigar a su hijo. Entonces imploró que no despojaran de todos sus hijos al hombre que hasta tan poco antes había estado rodeado con tan noble descendencia. Mientras decía esto, abrazó a su hijo y, a continuación, señalando a los despojos de los Curiacios suspendida sobre el terreno que ahora se llama la Pila Horacia, dijo: ¿Podéis vosotros, Quirites, soportar el ver atado, azotado y arrastrado hasta la horca el hombre a quien habéis visto, recientemente, venir en triunfo adornado con el despojo de los enemigos? Pues así ni los mismos albanos podían soportar la vista de tan horrible espectáculo. Ve, lictor, ata tales manos que cuando estaban armadas, aún por breve tiempo, obtuvieron el poder para el pueblo romano. Ve, cubre la cabeza del Libertador de esta ciudad! Cuélgalo en el árbol fatal, azótalo en el pomerio, aunque sólo sea entre los trofeos de sus enemigos, o entre las tumbas de los Curiacios! ¿A qué lugar podréis llevar a esta juventud, donde los monumentos de sus espléndidas hazañas no los vindiquen con tan vergonzosos castigos? 


Las lágrimas del padre y la valerosa disposición a correr cualquier peligro del joven soldado, fueron demasiado para el pueblo. Se lo absolvió porque admiraban su valor y no porque considerasen de justicia su comportamiento. Pero como un asesinato a plena luz del día exigía alguna expiación, se le mandó al padre hacer una expiación por su hijo a costa del Estado. Después de ofrecer ciertos sacrificios expiatorios erigió una viga a través de la calle e hizo que el joven pasara por debajo, como bajo un yugo, con la cabeza cubierta. Esta viga existe hoy en día, y siempre ha sido reparada a costa del Estado: se llama La viga de la hermana. Se construyó una tumba de piedra labrada para Horatia en el lugar donde fue asesinada.

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